«Siempre es ya muy tarde cuando tomas una fotografía».
Este comentario lacónico, que escuché recientemente durante una charla de un artista en Berlín, surgió de una discusión sobre la indexicalidad o no indexicalidad, a menudo trágica, de la práctica fotográfica contemporánea. JPEGs tomados como maravillas. Columnas de humo sin brasas. Huellas cruzando las playas de centros turísticos abandonados. Manos que no señalan nada en concreto y ojos crédulos que siguen el ejemplo de dedos índices señalando. De hecho, hay algo incómodo en el retraso de la instantánea. Su extemporaneidad. Las formas en que, en el momento en que se hace clic en el obturador, o que nuestro pulgar se fusiona con la región apropiada de las pantallas de plasma líquido de nuestro teléfono y el archivo resultante se carga en un servidor distante, el instante que buscamos «capturar» ha pasado y algo más entra en el marco. Alguien parpadea, el polvo de los escombros envuelve la escena, la luz cambia, la sudadera con capucha vista bajo tierra con la frase «TUS DESTINOS SE ENTRELAZARÍAN» desaparece detrás de la mancha borrosa del metro que llega, el viento resalta una rama vecina que no habíamos notado antes en retrato familiar. Y así queda la fotografía relegada a una búsqueda obstinadamente inoportuna, contrario a los términos en los que nos la venden los fabricantes de Silicon Valley, que subrayan su total inmediatez como instrumento para percibir el mundo.
¿No podemos decir también: “Siempre es ya muy tarde cuando empiezas a indexar”?
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